En aquel atardecer
te sentí allí,
acariciando las aristas de mi piel
en un escalofrío mágico
que solo duró un instante,
mientras sentada en una roca
miraba las aguas onduladas
por el cálido viento del sur, que llegó a mi.
El sol desprendía los últimos rayos
plateando el vaivén de una lágrima gigante,
donde los peces saltaban
al abrigo de una soledad prestada
a la última hora de la tarde.
Cerré los ojos mientras
la claridad se despedía
con un ligero soplo de brisa fresca,
y me abrace en un vacuo intento
de vestir mi piel.
Mis pensamiento se pusieron de pie
y las huellas livianas
quedaron a mi espalda
diciendo adiós a mis sensaciones,
y a mi paisaje particular
en aquella hora punta
de silencio humano.